Nunca antes había visto a un muerto

 


̶

– Hay que llamar a la Policía.

Uno le dice al otro. Ambos hombres están con medio cuerpo trepado por sobre la baranda de material mirando hacia abajo, tratando de capturar la imagen en vaivén que aparece y desaparece según el capricho del oleaje de un río denso y picado que golpea su furia contra la escollera. Yo acumulo una hora corriendo: estoy a mitad de recorrido, en un punto impreciso de la Costanera Norte, frente al Aeroparque Jorge Newbery; es miércoles 21 de Noviembre de 2012, 9:45 AM y detengo mi marcha: una mujer se ha quitado la vida.

̶ A la Prefectura -arriesgo-

Voltean. Sus pies retoman la gravedad del suelo; me miran, asienten. Ya somos más de tres y cada vez más. Desde enfrente cruzan en diagonal, entre el tránsito, agentes de seguridad de Aeroparque. Ella flota. Emerge y sumerge. El pudor la mantiene boca abajo para esconder su expresión de derrumbe ante el morbo colectivo que balconea ávido desde arriba. De una camioneta azul oscuro que dice Policía Aeroportuaria bajan, ahora, cuatro oficiales hablando por handy. El fisgoneo imperante fuerza preguntas, improvisa respuestas y aventura hipótesis. Yo respondo “no sé” a la batería de preguntas absurdas dirigidas a mí como si yo fuera un testigo clave o tuviese relación con la mujer. No lo sé. Luego averiguo: un cadáver demora en emerger a la superficie entre 48 y 72 horas, cuando las bacterias ya actuaron produciendo trimetilamina, dióxido de carbono, sulfuro de hidrógeno y metano, que son los gases que provocan la flotación. Pero como la descomposición continúa su proceso, y los gases por su estado físico tienden a subir a la atmósfera, el cuerpo se vuelve a hundir. Este proceso depende del peso corporal y de si se trata de agua dulce o salada. Esta mujer es de contextura mediana; el río es dulce, de sabor barroso, ella lo sabe. Un oficial arroja -arriesga- una soga hacia el cuerpo que difícilmente pueda cumplir con la consigna de tomar el cabo y sujetarlo fuerte a su cintura. Su espalda -joven, blanquecina, cóncava- aparece y desaparece según el vaivén del oleaje desnudando el reverso del corpiño color piel bajo una prenda rosa, y la bombacha -grande, de cintura alta, haciendo juego- que asoma de un pantalón negro. Suficiente. Un helicóptero, ahora, corona nuestras cabezas. Nada puedo hacer yo ni nadie. Pero los “nadies” ya son montones y persisten ahí mientras yo decido retomar la marcha por esta periferia en donde la ciudad se roza con el río. El río que me hizo -que me hace- tan feliz. El río que más allá, por el Delta del Paraná o por los humedales o las islas, supieron honrar Juanele, Mastronardi, Wernicke, Saer, Conti, Manauta. El mismo río que ensuciaron con muerte los vuelos asesinos. El lecho del río que alberga tantas almas, al flaco, a mi tía Yenny. Este río que, hace 48 o 72 horas, sirvió de alivio a una mujer que ya no pudo, y que un buzo táctico que está siendo transportado por el carro de bomberos que viene a prisa alardeando sirena, en sentido contrario, va a rescatar antes de que el plazo de los gases la vuelva a hundir.

APG©

La fotografía es a modo ilustrativo. Es del año 1947 y pertenece al artista Toni Frissell. También ha sido utilizada para la portada de un disco de jazz, de culto: Undercurrent (1962), de Bill Evans y Jim Hall


Una respuesta to “Nunca antes había visto a un muerto”

  1. hermoso texto y hermoso recuerdo de los que lo escribieron, me acordé de un cuento de Cortázar también que se llama así, creo, el río, pero es el Sena, un hermoso cuento.

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