El trance

 

Refregó sus ojos provocado por media luna que se inmiscuía impertinente por la ventana. Alma aún dormía a su lado. Volteó y la abrazó tan fuerte como pudo para asegurarse que esta vez permaneciera, aunque tenía la certeza que eso nunca sucedería. Siempre es tentador partir. Siempre es tentador volver. Y partir. Y volver.

Pedro ya no pudo conciliar el sueño y en su vigilia trató de recordar cuándo había sido que los interfirió el silencio. Es terrible que el silencio pueda llegar a ser culpable. Es la más grave de todas las culpas pero -en fin- la había cometido. Pecó de silencio ante ella y ante sí. Cuando el silencio se instala es muy difícil extirparlo; cuanto más importante es una cosa, más parece que queremos callarla. Es como si se tratara de materia congelada, cada vez más dura y maciza…, la vida continúa por debajo sólo que no se la oye…, es silencio.  Pedro divagaba de insomnio. Su cuerpo rendido sobre el colchón. Su mente alerta que noche a noche lo perturbaba. Y siguió: cuando uno intenta ver cómo funciona el asunto, el asunto deja de funcionar. Muchas veces había intentado poner fin a esa agonía. Irrumpía el sueño y escribía un final ficticio, maquinando argumentos por los cuales le parecía atinado abdicar pero luego se arrepentía y el papel metamorfoseaba en bollito y jugaba a hacer puntería en el cesto de papeles. Todo esto ocupaba su mente en vela mientras la sentía respirar a su lado y eso de algún modo le devolvía una precaria tranquilidad.

Al fin sus párpados pegados lo volvieron al sueño postergado y se rindió anclado en la almohada. Justo en el momento más peligroso. El momento que ella solía partir. Y él volvería a abrigar, una vez más, el desamparo que se experimenta después del sexo, cuando la satisfacción devuelve los cuerpos a la soledad.

 

Y Alma partió. Partió como lo venía haciendo últimamente. Y se echó a rodar en plena madrugada fría por la avenida Corrientes. Su desolación se oponía al bullicio y a la desfachatez de las marquesinas. No se percató de la liviandad de su ropa, de la incongruencia de su vestuario con esa ventisca helada que le perforaba como lanza en el pecho y, absolutamente carente del impulso de volver, avanzó…, avanzó sin rumbo pero en línea recta. Y a medida que avanzaba, una bestia de piedra, nívea, pura, flagrantemente erecta, se le vino encima…, la tumbó, la aplastó y dejó su alma desparramada sobre el asfalto. 

  

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Salió del trance, tentada por ese vaho dulce y tibio de perfume y se descubrió desvanecida en sus brazos. Ella le sonrió. Lo acarició tiernamente  por última vez. Pedro la miró con ese aire comprensivo que ella conocía tan bien, como si aceptara, magnánimo, las razones por las que Alma decidía huir y la perdonara. Ella retribuyó parcamente su gesto amable, pero su rostro ya no era humano.

La luz impactó agresivamente en sus pupilas. Se encontró rodeada de barbijos y sueros y guantes de látex. De pronto todo se apagó… Fue en ese instante que se percató que estaba muerta.

APG©

16·09·07


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