Frío en Alaska + Miles de años + El pozo

Desconocemos si Matías Capelli leyó Miles de años, de Juan José Becerra, antes de escribir Frío en Alaska, y lo planteamos en este orden y no a la inversa dado que la cronología de aparición de sendos libros así lo indica: año 2004, para uno; 2008, para el otro. El asunto es que ambas historias tienen un protagonista que, desde Buenos Aires, imagina, se obsesiona, con la estancia en Inglaterra de su mujer: Fernanda, en el caso de Lekman, en Frío en Alaska, y  Julia, en el caso de Castellanos, en Miles de años. Esto no es ninguna novedad en Literatura; personajes,  temas e historias son recurrentes sin que ello moleste pues lo que importa es el modo en que se dice y no lo que se dice; y por cierto que ambos lo hacen realmente bien.

Aquí nuestra asociación libre -muchos la han dado en llamar asociación ilícita- a la que apelamos y bajo ella  nos amparamos.

 

Escribe Becerra en Miles de años:

Castellanos pasa la noche en un colchón tirado en el piso, al uso de los exploradores en sus bolsa, o de los niños en los pijama party; y al cabo del descanso, que ha sido mitad sueño y mitad insomnio, cuando en Londres es la hora cero, y son las cinco en Buenos Aires, se levanta a imaginar un día común en la vida de Julia en Inglaterra y a dejarse arrastrar, como una pluma en un tornado, por la imaginación y los recuerdos tal cual estos aparezcan confundidos en una sola cosa de la que ya no querrá saber, porque le da lo mismo, qué es lo que surge del pasado y qué del presente que imagina.

Al lado del colchón tiene un anafe para hervir agua y prepararse cada tanto el típico té de Londres; porque muy a pesar de que es verano en Buenos Aires y los oficinistas se desnudan en las plazas a la hora del almuerzo, la ceremonia de infusión lo hará entrar de plano en el clima helado de Inglaterra, junto a la caja de folletos (…) Unos minutos antes de que los instrumentos de Greenwich den la primera hora del día, enciende el canal de los pronósticos para saber cuál es el clima en que amanecerá la ciudad extranjera esta mañana, de lo que depende el vestuario que imagine para Julia; y luego, sí, calcula el tiempo que debería emplear para ir de donde vive a donde trabaja, más el que necesita para atravesar en una pausa de ocio algún parque que, a ciegas, Castellanos señala apoyando un dedo sobre el mapa.

 

Escribe Capelli en Frío en Alaska:

A la mañana Fernanda primero toma una café doble o un jugo de naranja en uno de los cuatro locales que Starbuks tiene en Leeds. Puede estar leyendo una novela de bolsillo que le costó seis libras, hojeando el diario que compra casi todos los días (…) Lekman ordena las facturas que ella le manda cada mes (…) que tiene que presentar antes del veinte de cada mes en la fundación británica que becó a Fernanda por un año con opción a dos (…) Se la imagina con la mirada pérdida esa misma noche, luego de cenar un menú individual con media pinta de cerveza (cinco libras con noventa) en alguna pizzería de cadena como hace casi todos los viernes que no va a Londres, mientras él al mismo tiempo en la cocina por la tarde se prepara un café, con los recibos desparramados en la mesa del living. (…) Es curioso que, a pesar de la distancia, piensa Lekman algunas tardes, ahora tenga más registro de lo que ella hace que cuando vivían juntos.

 

Ciertamente, haber leído las dos novelas casi seguidas ha podido suponer la libre asociación encontrando en ambas esta coincidencia. Develar esto, no condiciona a leerlos; todo lo contrario, son dos libros enormes. 

Y si de asociación libre se trata, tenemos otra, esta vez entre Juan Carlos Onetti, en El Pozo y Matías Capelli, nuevamente en Frío en Alaska, sobre la arbitrariedad en la elección de lugares y escenarios para narrar sus historias. Argüimos lo siguiente: el primero, Onetti, tentado por un sitio con nieve, elige Alaska, pero podría haber sido cualquier otro lugar; lo mismo da. Quizá por todo lo contrario, Capelli adopta Alaska por lo impertinente que resulta llamar a una salina seca y caliente de este modo, un paisaje opuesto a lo que uno tiene en mente sobre Alaska.

 

Escribe Onetti en El pozo:

(…) Es en Alaska, cerca del bosque de pinos donde trabajo. O en Klondike, en una mina de oro. O en Suiza, a miles de metros de altura, en un chalet donde me he escondido para poder terminar en paz mi obra maestra. (Era un sitio semejante donde estuvo Ivan Bunin, muy pobre, cuando a fines de un año le anunciaron que le habían dado el Premio Nobel.) Pero, en todo caso, es un lugar con nieve.

 

Escribe Capelli en Frío en Alaska:

(…) Tal vez también por la cerveza del mediodía, veinte minutos más tarde, con el mapa desplegado y vuelto a doblar, eligió sin más uno de los pocos puntos sobre la ínfima costa de ese país. Terminó de decidirse por el nombre: ya de por sí le parecía bastante irreal eso de estar viajando hacia un balneario llamado Alaska a través de un salar inmenso en un micro destartalado a treinta grados, la mitad de los vidrios que no solo están rotos, sino mal tapados con plásticos transparentes, los bordes desflecados que el viento sacude con prepotencia, todo el tiempo, salvo cuando frena, en cualquier momento, para que suba o baje cualquier pasajero. Tres veces había cambiado el paisaje en lo que iba del viaje: ahora ni una planta, ni un brote, y salvo por una mancha a lo lejos en el cielo azul que parece una bandada revoloteando, tampoco animales, pero sí un parador donde se puede comprar comida, artesanías hechas con sal y pasar al baño.

 

Miles de años se consigue en mesa de saldos de Librería Galerna a $ 10.-

Frío en Alaska en cualquier librería a $ 33.-

El pozo + Los adioses, de Juan Carlos Onetti, a $ 25.-

 


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