Ezeiza/Barajas (fragmento)

(Página 33 a 42)

El rostro se le transformó de golpe. Su cara se volvió máscara rígida como una roca, creando nuevas aristas más duras, huesudas y brutales. El monstruo tomó con una mano su cuello mientras la otra -la diestra- se alzó hasta su cara para abofetearlo. Los enormes auriculares de Kevin volaron por los aires y, en el impulso, arrastraron al discman que tenía trabado en la presilla del jean. Yo sólo atiné a atajar el vaso salvándolo del precipicio que lo acechaba. Pero antes de eso, el adolescente, había bebido a sorbetones ávidos la gaseosa y expirado un eructo que sonó con la furia de un trueno en el más tormentoso de los cielos; y antes del antes, yo me encontraba quitando las botellas del pack para ubicarlas en la heladera cuando Kevin se interpuso apoyando con énfasis un vaso vacío, en la mesada, delante mío; yo le serví y Eduardo (la bestia) irrumpió con un: “Pedí como se debe. No seas bestia”. Entonces él susurró un por favor que se perdió bajo la música que filtraban sus auriculares (que yo alcancé a oír pero tal vez Eduardo, no; o le pareció que no era suficiente la levedad con la que acataba, y eso lo enfureció), y Kevin bebió y eructó y vino el sopapo que lo instigó a encerrarse en su cuarto para salir recién por la noche para sentarse a cenar en una cena que transcurrió tiesa en la que sólo para él, el silencio no era real; lo sabíamos -nosotros tres- sólo con verlo abstraído bajo sus enormes auriculares remendados con cinta autoadhesiva, su talón derecho pisando rítmicamente en el lugar y su mano liberando los dedos, al compás, en un punteo sobre las cuerdas invisibles de su panza. Después de tres porciones de fugazzeta y otras tantas de napolitana se levantó -pipón- para volver a encerrarse. Con llave. Pero antes del encierro, Eduardo hizo un gesto como para intervenir, acción que conseguí disuadir con la mímica de una seña que él bien entendió: que lo dejara ir. Que lo dejara en paz. Que nos dejara en paz. Que ya había sido suficiente.
En la repartición del régimen de visita correspondía fin de semana completo y ese domingo, cuando amanecí temprano para salir a correr pensando que el resto de la familia aún dormía, lo encontré a Kevin en la cocina comiendo el sobrante de pizza de la noche anterior. Fría. Lo intercalaba con Nesquik. Frío. Eran las siete y media y yo no conseguía precisar si él había madrugado o si nunca se había dormido.

– Esperáme. Saco la bici de la cochera y voy con vos.
– Dale.

Los adolescentes tienen sus modos propios. Son ariscos. Hoscos. Signos de la edad. Exigen que les sirvan gaseosa interceptando con un vaso mudo al servidor, se sublevan al padre en un flagrante eructo bestial, y piden disculpas acompañándote en bicicleta. Yo lo entendí de esa manera y me pareció que una salida, solos, era propicia: una buena oportunidad para hablar. Después de todo, nadie había hablado. El día anterior, yo había convencido a Eduardo para que lo hiciera y me ofrecí para bajar con Karen a comprar facturas, para dejarlos solos. No existía certeza de que Kevin hubiese entendido lo que había pasado, porque la violencia no da explicaciones y, aunque Eduardo creyese que un golpe bien puesto podría resultar adoctrinador, yo no comulgo con el método. Ellos tenían que hablar. Nosotras, las mujeres, nos fuimos. Las mujeres no tenemos el modo parco adolescente, pero a cambio, somos caprichosas: Karen quería churros y churros no había. Cuando su tozudez estaba al borde de convertirse en berrinche irremediable, se me ocurrió:

– ¡Mirá Karen! ¡Qué bueno! ¡No hay churros pero hay churretes! –Le digo con tono festivo mientras la alzo a upa para mostrarle una hilera interminable de vigilantes brillosos y desalineados, de esos que invitan.

La treta sirvió para esquivar el capricho pero no para que Eduardo consiguiese hablar con su hijo en el ínterin en que las mujeres estuvimos ausentes. Tampoco sirvió la salida matinal que compartimos ese domingo: Kevin pedaleó todo el trayecto con los enormes auriculares remendados, bloqueando todo sonido externo, y sólo nos comunicamos por señas: lo indispensable para marcar el recorrido hacia una u otra dirección. Él estableció implícitamente las reglas; yo, implícitamente las acepté. Cada cual era consciente de la presencia del otro, y eso bastaba. Y así rodamos.

– ¡¿Qué mierda son churretes?! –Me increpa Eduardo por el celular cuando Kevin y yo ya estamos a fin de recorrido y, de fondo, se escucha a Karen, en una crisis de llanto, reclamando churretes.

No fueron solo los churretes. Su papá no sabía hacer trenzas y yo sí sabía. Sentada sobre la tapa del inodoro, con Karen parada de espaldas entre mis piernas, le acaricié la cabeza con una mano mientras con la otra le cepillaba el pelo; ella se dejaba acariciar buscando, en una caja con forma de corazón, una gomita con moño para rematar la trenza.
Se le sumó, al fin de semana fatal, que Karen había amanecido el domingo con la cama mojada; me enteré cuando terminé de peinarla y se fue conforme. “Jamás se había hecho pis encima desde que era bebé”, me dijo Eduardo que, a esa altura, era como una bola de nieve de nervios que aumentaba su volumen en cada vuelta.
Yo era capaz de entender; incluso, de acariciar también su cabeza, pero era incapaz de evitar que me afectara. El fin de semana fue como un cable tenso sobre el cual yo hacía malabarismos para no perder el equilibrio y caer al vacío, y hoy lunes, en el consultorio, con un pinchazo agudo que me atraviesa la sien, espero el timbre del primer paciente del día y no sé si podré tolerarlo. Recién empieza la semana y estoy agotada. Mentalmente saturada. Y no es bueno atender en estas condiciones. Yo lo sé.
En el contestador automático levanto un mensaje: el segundo, suspendió; con el tercero acuerdo posponer para la nochecita y el cuarto paciente viene recién tres y cuarenta. Tengo tiempo. En un impulso (tan veloz, al punto de que alcanzo a ver el reverso del primer paciente doblar por la esquina), resuelvo con una combinación de subte, y ya estoy en la puerta del Colegio Nacional Buenos Aires. A un grupito que veo salir le pregunto si conocen a Kevin O’Breeden, de primer año. Tres de ellos, niegan con la cabeza; otra, se queda pensando, y la última dice: “¿Kevin O’Breeden Weiss? Es de segundo”. “Ah, sí; segundo segunda. Todavía no salieron”, me confirma la que se había quedado pensando. Me doy cuenta de que no conozco a Kevin, ni siquiera sé en qué año está, y mucho menos que en su documento figura un segundo apellido, que intuyo que es el materno. Espero, estoica, apoyada en un lateral de la entrada; saco un libro, aunque solo consiga leer alternando cada párrafo con alzar la vista y buscarlo entre los que van saliendo de a intervalos. Ni noticias de Kevin. Llevo casi cuarenta minutos y comienzo a resignarme a regresar del mismo modo en el que vine: con una combinación de subte, pero en sentido inverso.

[…] El sujeto neoliberal, viviendo fuera de su límite, en el goce de la rentabilidad y la competencia y estableciendo consigo mismo la lógica del emprendedor está a punto de fracasar a cada paso. El stress, el ataque de pánico, la depresión, “la corrosión del carácter”, lo precario, lo líquido y fluido, etc., constituyen el medio en que el sujeto neoliberal ejerce su propio desconocimiento de sí, con respecto a los dispositivos que lo gobiernan. Esos dispositivos que le reclaman que sea “el actor de su propia vida”, el que racionaliza su deseo en la competencia y en la técnica de conducirse a sí mismo y a los demás. Este es ahora el verdadero “management del alma” del que habló Lacan en los ’50 y ahora se consuma […]

– ¡Julia! ¿Qué hacés acá? ¿Pasó algo?
– Vine –le digo (a mitad de un párrafo del libro de Jorge Alemán) tan sorprendida como él–, estaba por la zona y tenía que hacer tiempo. ¿Almorzamos?
– Bbbbueno…, pero a la dos y treinta y cinco tengo Laboratorio.

Kevin se despega de su compañero en un subir y bajar de hombros y eso basta para que se entiendan. Vuelve a guardar los auriculares que había sacado de la mochila, mientras caminamos en silencio y a la par. Me señala el puestito en el que suele comerse dos pebetes de jamón y queso y una Coca, a veces. Yo le propongo caminar unas cuadras por Moreno y cruzar la 9 de Julio, hasta Iñaki. Nos merecemos algo mejor; nos merecemos alejarnos unas cuadras de la vorágine bancaria, del pánico de corridas y fuga de capitales consecuencia de la incertidumbre de estar a merced de tres ministros de economía distintos en el lapso de un mes (el saliente José Luis Machinea, el Ricardo López Murphy de las dos semanas y el entrante Domingo Felipe Cavallo). La palabra corralito comienza a circular en algunos ámbitos de poder. Hay rumores en la City, y no son de los buenos. El trajín histérico de mediodía en el ir y venir de laburantes trajeados propios del micro centro más las calles angostas y el tránsito hacen que nuestro andar a la par sea una osadía. Y una odisea. Las callecitas de Buenos Aires tienen ese… qué se yo ¿viste?

– ¿Sabías que a este restaurant me trajo tu papá la primera vez que me invito a salir, cuando todavía no éramos novios?

Me responde que no, en un vaivén de cabeza sin levantar la vista del langostino gigante que tiene atrapado entre ambas manos mientras hinca sus dientes para pelarlo como ya le he visto hacer con las ribs de Kansas. Antes de abalanzarse sobre el siguiente limpia sus manos, toma la botella de agua mineral e imitando lo que antes le vio hacer al mozo, llena mi vaso. Luego hace lo mismo con su Coca-cola. Y bebe.

– ¡Epa! Mirá que caballero que resultaste ser. A las mujeres nos encanta que nos traten así y no con esos ruidos raros que hacen ustedes, los hombres.
– ¿Te creés que no lo sé? Lo sé desde mucho antes de lo que pasó ayer.
– ¿Qué pasó ayer?
– Ya sabés lo que pasó. Igual, no me dolió.
– ¿Y entonces?
– ¿Entonces qué?…, entonces que mi viejo está loco. A mí no me importa porque seguro, cuando nos veamos la próxima, me va a comprar un Mp3… La última vez, después de gritarme fuimos a comprar el amplificador y otro pedal de efectos para el bajo. Siempre hace lo mismo, por eso lo aguanto. Pero vos, no sé cómo te lo bancás.
– No es que me lo banque, Kevin, lo quiero. Entonces trato de entenderlo, aunque no esté de acuerdo con lo que haya hecho. (Hago una pausa debatiéndome en si debo o no debo continuar) Tu papá está pasando por un momento laboral difícil…
– ¿Y yo qué culpa tengo?
– Ninguna, absolutamente ninguna, pero creo que estás en edad de entender algunas cosas…
– ¿Qué? ¿También lo echaron?
– No, Kevin, nadie lo echó. Tu papá es el CEO, regional para Latinoamérica, de una de las compañías más importante del país, ¿sabías eso?
– ¿Y qué? El viejo de Matías Maidana es más importante…, o el de Pamela, y a ellos los echaron, y el de Brian Tow (el flaco que estaba recién conmigo) cerró la droguería… –piensa– Y los Quintana vendieron la fábrica y se van a vivir a Chicago.
– Bueno, por lo visto sabés tanto como yo que la situación del país está muy difícil y que eso vuelve a los adultos más enojosos.
– Sí…, ya sé.
– Para que te des una idea, mi profesión debe ser la única en la que el trabajo aumentó. En el consultorio, en los últimos meses, recibí cantidad de pacientes nuevos, todos con patologías parecidas: stress, insomnio, ataques de pánico, depresión, todo tipo de crisis, provocado por la crisis. A alguno de ellos ni siquiera les cobro, porque su situación…
– Y ya que estás, ¿por qué no lo atendés a mi viejo?

No podía. No debía. Y tampoco debía contarle a Kevin cuál era la situación real de su padre que hacía que estuviese tan irascible. Ni que la noche anterior había llorado producto del arrepentimiento o la culpa, pero también del whisky que había incorporado a su rutina como quien bebe gaseosa. No debía contarle tampoco que Eduardo se encontraba en un momento crucial de negociaciones que podrían determinar su futuro profesional, en un país que se caía a pedazos. Que la empresa que dirigía estaba en vías de ser absorbida por la alemana Basf y que, en ese proceso y para garantizar la continuidad laboral y evitar despidos masivos, convinieron -ambas partes junto al Ministerio de Trabajo, y gracias a su intervención- que la empresa entrante conservara los puestos de trabajo, aunque no pudo conseguir que les respetasen la antigüedad y el escalafón. Y que todavía había más: que por estos días él mismo estaba negociando su propio retiro voluntario porque no aceptaba que el convenio conseguido para los trabajadores afectase al personal jerárquico. Tampoco le dije a Kevin, mientras lo observaba concentrado en el segundo plato, que el fin de semana habíamos redactado junto con su padre la contraoferta al convenio de desvinculación que le habían propuesto. Ellos contemplaban su rango y sus diez años de antigüedad, por lo cual ofrecían ciento cuarenta y siete mil dólares, mitad en un Banco local (la parte blanca) y el resto en una cuenta en Nueva York, que lo consideraban un bonus y que, al ser depositado fuera del país, quedaba exento de impuestos. Hasta ese punto de la negociación, Eduardo estaba de acuerdo, pero ellos no tenían en cuenta que, durante su gestión, la compañía se había expandido gracias a la apertura de nuevos mercados y eso había hecho que las utilidades aumentasen exponencialmente. Por todo esto que Eduardo argumentaba sustentándolo con cifras, exigía un porcentual de la facturación de los próximos dos años, a liquidar en base a cada balance semestral; también pedía que le mantuviesen el plan familiar de cobertura médica por el mismo periodo; un seguro de vida con una prima que no recuerdo; que le permitiesen conservar las dos notebooks con las que trabajaba y que transfiriesen a su nombre el vehículo de la compañía, sin los servicios del chofer.
Las próximas semanas iban a ser clave. Pero todo esto a Kevin no se lo dije. Sólo lo pensé, mientras él comía un flan de postre, y yo pedía un café y la cuenta.

APG

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