Mi primer plagio, en En celo

Humillarse

Mi primer intento de plagio fue frustrado. Doblemente frustrado, porque no sólo fracasé intentando plagiar a un autor sino que también lo hice pretendiendo falsear mi propia vida. Escribir tiene eso: uno puede mentir con total impunidad y sin ningún tipo de consecuencia –bah… más o menos– encubierto por la ficción.

Para esos tiempos yo tenía un novio del cual no estaba enamorada, pero sí lo estaba, y perdidamente, de su biblioteca. Creo que ése era el verdadero motivo por el que no conseguía despegarme de él –digo, de sus libros– El muy cretino no me dejaba tocarlos, y mucho menos leerlos, sin su permiso. Los mezquinaba de tal manera que provocaba en mí un deseo sobredimensionado y que hoy, a la distancia, me lleva a pensar que ahí nació mi amor por la lectura.

Para acceder a su biblioteca había que atravesar absurdas discusiones, fundamentar porqué ése y no otro, someterse a humillaciones, manipulaciones… “Que ése podía ser, pero que empiece por este otro” “Te lo presto si terminás primero éste” “Aquél no lo vas a entender, es demasiado complejo para vos” “Que ni se te ocurra  siquiera tocar el de lomo azul, pues ni yo lo empecé a leer” La manipulación llegaba a tal punto que se extendía a decisiones sobre nuestra propia vida. Él –y que alguien me contradiga– había encontrado en mí una debilidad y eso lo inflaba de poder. Es que yo me encaprichaba de tal manera –haciendo gala de lo malcriada que soy– y protagonizaba las más ridículas rabietas que ni el hombre más complaciente hubiera conseguido dominar. Fuera de estos episodios belicosos solíamos compartir algunos gratos momentos, que eran escasos.

Por esos tiempos yo tenía una posición preferida para leer –entiéndase que reiteradamente entregaba mi alma al diablo a cambio de algún libro– y ninguna o todas para hacer el amor. En el sillón de dos cuerpos él se sentaba a un lado como uno se sienta habitualmente en un sillón de dos cuerpos. Yo en cambio, me recostaba boca arriba con la cabeza en su muslo y las piernas cruzadas en cuatro para sostener el libro abierto en posición de lectura y no fatigar mis brazos  No era la postura más cómoda pero sin que eso fuera prioritario, la prefería. Sumergidos en el sub-mundo de la lectura, cada uno en lo suyo e ignorándonos mutuamente, nos sentíamos acompañados. Raras veces nos recitábamos en voz alta fragmentos de historias que queríamos compartir y después, u otro día, nos preguntábamos:  ¿y, qué pasó con tal o cuál cosa? Otras tantas, él me sorprendía con una incursión en el escote. Yo me dejaba sin resistencia –no fuera cosa que me quitase el libro– Él pasaba su mano por mis pechos estancados en la adolescencia, hasta detenerse sobre el derecho y con dos de sus dedos, el pulgar y el índice, comenzaba a pellizcarme el pezón hacia arriba hasta dejarlo pétreo. Yo no me oponía –no sea cosa que me sacara el libro justo en la parte más atrapante y me lo negase de por vida– mientras seguía con mi lectura y él con sus mecanismos tentadores de disuasión. No había manera que yo dejara de leer. A él no le faltaban estrategias para lograr su deseo. Hubo un día que el cretino estaba con muy ganas de sexo por demás y particularmente perverso. Parecía que el hecho de sentirse ignorado lo excitaba más aún, así es que no paró hasta poseerme… De pronto, como si el libro hubiera trocado de novela histórica a thriller, me sentí inmersa en una oscuridad total. Quise tocarme los ojos, pero no llegué a palpar la cinta negra de raso que los cubría porque él se interpuso a mi mano, la juntó con la otra y las ató no fuerte pero sí firme, de manera que yo no pudiera librarme. Mi adrenalina comenzó a subir a un ritmo vertiginoso y quedé expectante y entregada a lo que pudiera venir. Lo único que deseaba era la certeza de poder reencontrarme con la lectura cuando todo eso hubiese terminado. No puedo negar que experimentaba una placentera perversión al sentirme disminuida. No… no lo puedo negar. De pronto reconocí un olor familiar, de la niñez. Él sacó de su boca y luego pasó por mis labios una bolita pequeña, de textura lisa, pegajosa y sabor a “pico dulce”. La atrapé con un lengüetazo y comencé a saborear con avidez. En el momento que estaba más entusiasmada chupándola, succionándola y enroscándole la lengua él –el muy cretino– me la quitó bruscamente, como una penitencia infantil al niño que descubren comiendo golosinas antes de la cena. De manera abrupta y sorpresiva la introdujo en el hueco de mi vagina, la removió como quien revuelve el azúcar en el café, luego la extrajo, esta vez suavemente, arrastrándola por entre los labios calvos y turgentes, y volvió a meterla en su boca con el sabor de la infancia ya distorsionado por el de la lujuria. Me perdí en el juego amoroso y me dejé llevar… Aún así, recuerdo con claridad que al recobrar la conciencia, él, un poco menos cretino que antes, me devolvió el libro prometiendo que cuando lo terminara me dejaría leer ese que yo le venía implorando hacía tiempo, el prohibitivo –al menos para mí.

No puedo precisar cuál fue el motivo –probablemente no lo hubo– pero las cosas volvieron a estar difíciles. El menos cretino volvió a ser el más vil cretino y no cumplió. Yo había terminado el libro, así es que con total ingenuidad reclamé lo pactado y él, con total impunidad, quebrantó su promesa. Nunca me dejó leer el que yo tanto anhelaba, el inalcanzable.

Delinquir

Ese fue el punto de inflexión, la bisagra, el  preciso momento en que comencé a delinquir. Al principio fue como una travesura. Estaba atenta a sus momentos de distracción. Era cuando asaltaba su biblioteca, tomaba el libro del momento, con total minuciosidad y precisión manteniendo todo en su lugar, y leía a escondidas. Casi siempre el lugar de lectura era el baño, donde pasaba largos ratos y sólo interrumpía cuando él me demandaba desde el otro lado de la puerta. Era cuando yo accionaba la descarga del inodoro para encubrir el momento en que lo escondía dentro del placarcito, oculto entre la pila de toallas verde claro que jamás había dejado de estar doblado y lo seguiría estando eternamente. Luego, en otro instante de distracción, lo regresaba a su sitio con la misma minuciosidad y precisión con que lo había tomado. Esto funcionó durante un tiempo, aunque no pude acceder al prohibitivo. Había desaparecido de su biblioteca –y no había sido yo– Tenía la certeza que lo había escondido, el muy cretino. Yo no indagaba para no evidenciar mi deseo cada vez mayor e irrefrenable. Me intrigaba el verdadero motivo por el cual me lo negaba. Había algo encriptado en su necia actitud y yo tenía que develarlo.

Los episodios delictivos siguieron con normalidad. Tenía una rutina que se alteraba cuando mi osadía decidía sacar a pasear un libro de su departamento hacia el mío en una  riesgosa operación. Algunos ejemplares, el muy cretino, los tenía tan presentes que no me quedaba otra que humillarme y negociar  –¿se considera “negociación” cuando una parte aventaja desmedidamente a la otra?– El tema es que él acababa de terminar el de lomo azul y para leer los dos primeros capítulos –porque el muy cretino me los dosificaba– accedí a realizar unos trámites para él en la Embajada de Francia. No fue nada grave y en dos minutos había cumplido. Al salir me dejé llevar por voces agradables que se inmiscuían con una dulce sonoridad en mis oídos. Me dejé tentar, volví sobre mis pasos y me asomé a un lugar demasiado grande para aula y escaso para auditorio. Había una ronda de personas hablando hasta que uno, el que se enfrentó con mi mirada, se dirigió hacia mí en un perfecto y amigable francés. Eso es todo lo que entendí hasta que me invitó a pasar; esta vez en español. Yo accedí como oyente durante dos horas. Al salir, cargando una felicidad que me levitaba, tenía en mis manos una matricula, una credencial a mi nombre, una grilla de horarios, una carpeta membretada Ambassade de France y un plan de estudios. Camino a casa, metí todo el papelerío dentro de la carpeta mientras le pensaba un escondite.

– ¡Ya era hora! ¿Qué pasó que demoraste.

Me inventé una cara de fastidio. Falseé un berrinche. Mentí una larga espera, un sistema caído… Y me guardé bajo siete llaves mi nuevo rol de alumna. Gané a cambio dos capítulos extras a los ya negociados. Nunca se dio cuenta, porque los horarios coincidían con una materia de la facu que había decidido dar libre.

Un día al despertarnos me dijo que había pasado toda la noche hablando en sueños. “ Puede ser -le dije- a veces me pasa.

– Sí…claro. Pero esta vez lo hiciste en un perfecto francés.

– Ayyy, no seas estúpido. ¡Si sabés que no hablo una palabra en otro idioma!

A las dos semanas de ese episodio aparecí con mi larga cabellera pelirroja amputada en una melena tipo “garçon”, muy europea. El muy cretino me recibió con un: -¿Qué hacés pibe? A las tres semanas devino la confesión postergada…Al mes estaba en París. Me habían otorgado una beca. Una beca que yo no había solicitado, aunque creo, presintieron necesitaba. Una beca que acepté.

Todo fue tan precipitado que en la cuenta regresiva de mi viaje faltaban números. Fue vertiginoso. En vez de charlas, hubo trámites. En vez de despedidas, preparativos. En vez de planteos, promesas… Promesas que yo había dejado de creer hacía tiempo. Precisamente el día que me negó y escondió el prohibitivo… El prohibitivo. Lo seguía deseando. Conservaba lo encriptado que se me hacía imperioso develar. Fue así de brusco, repentino y delirado… En ese instante lo decidí: lo iba a robar. Iba a formar parte de mi equipaje. Viajaba a París conmigo en el doblefondo de mi maleta, como la más predecible “mula” –No mejor, no– Sería en mi bolso de mano; serían más de seiscientas páginas  que exagerarían el peso de mi equipaje. Ansiaba leerlas ni bien pisara la sala de embarque.

El golpe sería durante la mañana siguiente. El cretino no iba a estar y yo necesitaba requisar todo el departamento. Esta idea me excitaba aún más que el inminente viaje.

Plagiar

Llegué a París con mi melena corta estilo garçon, y una nueva identidad. En Buenos Aires me dejé a mí misma, en una butaca azul de la sala de embarque. La misma butaca en donde, gracias al vuelo demorado y a una intriga atroz, conseguí empezar a leer Contrapunto, de Aldous Huxley.

A mitad de vuelo, a final de libro, creí entender todo.  No había sido nada…, el libro no tenía absolutamente nada –me corrijo, tenía mucho, pero nada que justifique la imposición de censura hacia mí– Sólo una maniobra perversa más –la última–  sobredimensionada por mi deseo. Me sentí satisfecha y lo cerré; pero antes de eso, almacené en mi nueva identidad el temperamento de Lucy, uno de los tantos personajes del libro. Troqué mi timidez por su osadía. Mis miedos por su coraje. Sus ínfulas para sublevarme definitivamente, para no regresar jamás.

Ni bien dije Bon jour, a la vez que presentaba mis papeles de admisión en la conciergerie de chambres à coucher de l’Université, me entregaron unas llaves y una carta proveniente de Argentina –Era imposible que hubiese llegado antes que yo. Claro…, el muy cretino la había despachado antes que yo partiera. Eran tres hojas que contenían por escrito las confesiones y proposiciones que me había hecho antes de partir.

Que su vida no tenía sentido lejos de mí y estaba decidido a viajar. Que quería demostrarme lo que había cambiado y madurado, y a lo que estaba dispuesto. Me ofrecía su biblioteca sin condiciones. Me reiteraba su invitación a reencontrarnos en Madrid. Tenía todo previsto; había estado comparando precios de pasajes y tenía dos reservas: BUE/MAD a nombre suyo y PAR/MAD para mí. Y me escribía pegajosamente. Y me contaba, a lo largo de tres hojas, lo que me extrañaba. Y se humillaba y me pedía perdón… No le contesté. Ni ese día, ni el siguiente, ni nunca.

Me lo imaginaba por esos días al salir de su edificio, caminando en “ese” para esquivar la manguera abierta sobre la vereda

– Buen día Aparicio.

– Buenos días Señor.

Los porteros siempre baldean por la mañana y te llaman Señor, o Doctor, o Ingeniero; tengas la edad que tengas, o hayas pasado o no alguna vez por la universidad.

– ¿Hay correspondencia?

– Sí, un momento.

Ahora, lo veo a Aparicio cerrando el grifo. Buscándome en el hueco de mi ausencia. Se quita el guante de goma –el derecho–  mordiendo uno a uno los dedos de látex y, tomando el contundente manojo de llaves, abre el buzón. En este momento, humedece el índice en su lengua y lo deja correr sobre la pila de sobres. A medida que reconoce su nombre o 3ero B, se los entrega uno a uno. Son, el de ENTEL, Gas del Estado y la revista Selecciones –no hay noticias mías.

El martes, sólo una postal con una salutación a destiempo de Feliz Año; miércoles, Obras Sanitarias; jueves y viernes, nada. Él, disimulando su ansiedad, su decepción y su angustia; yo, con la revancha satisfecha. 

Me volvió a escribir. Esta vez cuatro hojas donde reprochaba mi silencio. Resulta que ahora me celaba. Me recriminaba que seguramente habría conocido a alguien que me gustaba más que él, y me aconsejaba mantener distancia suya, o de lo contrario, me rompería la cara –en algo coincidíamos: yo no volvería a acercarme nunca más– pero luego se arrepentía y me pedía perdón y se culpaba y me amaba nuevamente y deseaba verme. Me aseguraba que había tomado licencia y que ya estaban en su poder los pasajes…

Yo me divertía con sorna, aunque deseaba ir más allá. Recurrí a Lucy otra vez: plagié su desfachatez y una carta. Me apropié con pasión de una aventura caliente y robé su impunidad. Envalentonada le escribí“

Mon Amour,

Insufrible, tu carta. De una vez y para siempre, no estoy dispuesta a aguantar insultos ni lloriqueos; ya basta de reproches. Yo hago lo que me da la gana, y no reconozco en nadie el derecho de discutir mis actos. Hace diez días pensé que sería bueno encontrarnos en Madrid; hoy, no. Si este cambio de plan te ha causado alguna molestia, lo lamento. Pero no te presento la menor excusa por haber cambiado de idea. Y si te imaginás que tus reclamos y tus celos me llenan de compasión, estás equivocado. Son intolerables ¿Querés saber realmente por qué no me voy ya de París? Muy bien. “Supongo que habrás encontrado algún hombre que te gusta más que yo”. ¡Magnífico, mi querido Holmes! ¿Y adiviná dónde lo encontré? En la calle. Paseando por el Boulevard Saint-Germain, mirando las librerías. Me di cuenta  que un tipo me seguía de vidriera en vidriera. Su aire me gustó. El pelo muy negro, de piel olivácea y tipo más bien romano. A la cuarta vidriera comenzó a hablarme en un francés extraordinario, con acento en todas las “es” mudas. “Je suis italien”. Lo era; qué alegría. “¿Parla italiano?” Y comenzó a derramarme halagos en el toscano más selecto. Yo lo miré. Después de todo, ¿por qué no? Alguien que una no ha visto jamás y de quien nada sabe… es una idea excitante. Absolutamente extraños en un momento y  al siguiente, tan íntimos como pueden serlo un hombre y una mujer. Además, él era una hermosa criatura. Tomamos un taxi que nos llevó a un hotelito cerca del Jardín des Plantes. Habitaciones por hora. Una cama, una silla, un armario, un lavabo y un aro para toallas… Sórdido, pero esto formaba parte de la diversión. Él, se abalanzó sobre mí con los dientes apretados como si fuera a matarme; yo, cerré los ojos como un mártir cristiano frente a un león. El martirio es excitante. A mí me gusta, vos lo sabés. Él acababa de llegar de unas vacaciones junto al Mediterráneo y su cuerpo estaba todo moreno y pulido por el sol. Tenía un aspecto maravillosamente salvaje, y es tan salvaje como parece. Todavía tengo la marca de su mordedura en el cuello; tendré que llevar pañuelo durante varios días. Yo le clavé las uñas en el brazo hasta que sangró. Después le pregunté su nombre. Pietro, es ingeniero aeronáutico y nació en Siena, donde su padre es profesor de medicina en la universidad. ¡Qué curiosa improcedencia que un salvaje de piel morena trace planos de motores de avión y tenga un padre profesor de facultad! Mañana lo vuelvo a ver. Así que ya sabés, mon amour, por qué he cambiado de idea respecto a ir a Madrid. No vuelvas a enviarme jamás otra carta como la última.

¡Au revoir!

La respuesta eligió el camino más directo y veloz; un fax delataba su puño y letra: Turra hija de puta. Yegua de mierda. ¡Quiero mi libro YA! –Por un momento agradecí que no existiese traductor en el mundo capaz de traducir su rabia al francés. Inmediatamente después, el mensaje apuñaló mi alma y una palabra desenfundó, apuntando al  centro de mi corazón. Permanecí muerta una semana sobre sábanas oxidadas de llanto… un llanto en dos idiomas. A veces buscaba el recorte de su sombra pero sólo encontraba el hueco de mi exilio…  Una mañana, sin más nada por llorar, desperté liviana y retomé las clases.

Expiar

Hace cosa de dos semanas atrás, caminando por la calle con mis tres pequeños tomados de la mano, dos a un lado y el tercero al otro, acaparando el ancho de la vereda y bloqueando el paso despreocupadamente a algún urgido que necesitara pasar –cosa bastante probable, pues el ritmo de los niños, y en especial mis niños, difiere bastante del andar vertiginoso de mi querida Buenos Aires– nos topamos con un hombre y tres pequeños en idéntica situación, análoga distribución, pero sentido contrario. Como ninguno de nosotros rompía filas, ni cedía un ápice en su actitud, cual línea defensiva de tablero de ajedrez, quedamos estáticos y enfrentados. Ahí fue cuando las piezas mayores –léase: él y yo–  nos miramos. El primero en reconocerme fue él, que me dijo: -Te dejaste crecer el pelo. Yo, ampliando mi visión, le dije: -Y vos, te dejaste crecer la panza. Pero no me oyó porque mis labios permanecieron inmóviles al igual que el resto de mi cuerpo. Era la primera vez que nos veíamos luego del simulacro de despedida –hace veinte años en Ezeiza–  y el fulminante desenlace epistolar. Veinte años para mí, acorde al almanaque; treinta años para él, a juzgar por su apariencia.

Intenté alivianar el aire sólido desviando la vista hacia sus pequeños, y luego hacia los míos y vuelta a los de él… y de pronto  me figuré una licuadora agitando gran cantidad de genes, millones de genes míos y de él   –el muy cretino, el que me había hecho llorar… Llorar en dos idiomas– que luego de transformarse en una masa homogénea, daba a luz a tres pequeños que no eran los de él pero tampoco los míos. Eran los nuestros; los que pudieron haber sido. Yo había tomado la precaución de alterar la composición genética de la mezcla de la siguiente manera: su “gen cretino”, lo reemplacé por una dosis extra del de su inteligencia; mi “gen capricho”, quedó anulado por una medida doble de melanocitos. Esto garantizaría la melanina suficiente para una cabellera pelirroja y una piel blanca salpicada de pecas. Cuando era pequeña, como el menor mío, mi padre me contó que siendo yo un bebé, y por un descuido, me dejaron olvidada y dormida al sol –“Dormir al sol”…, me pierdo como la perra azulada en el laberinto de Parque Chás. Siempre me pierdo…– detrás de un mosquitero; de ahí mi apariencia pecosa. Adoré instantáneamente esa historia que elegí creer hasta la edad en que los pequeños dejan de creer en los Reyes Magos. De mis tres hijos, el último aún cree en sus pecas, en los Reyes y en el poder de los mosquiteros. Y, afortunadamente, también cree en las promesas:

– Maman, nous allons! Vous nous avez promis une crême glacée.

– Oui, mon cherie.

Nos vamos-

– ¿Será posible recuperar mi libro? -Preguntó.

Acabo de enviárselo en un sobre reforzado y con fuelle. Me demoré dos semanas. Dos semanas que me llevó escribir este relato: mi expiación. Lo titulé “Mi primer plagio” –¿Será que tengo previsto otro?– Lo imprimí, lo firmé al pie, y lo puse entre la tapa y la primera hoja de “Contrapunto”. Luego sellé el sobre. Mucho más que el sobre.

Supongo que en estos momentos está leyendo. Sospecho que a esta altura ya está enterado que yo nunca lo engañé.   

 

APG©

Enero 2008

 


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