Miguel

 


Les presento a Miguel. Miguel a secas. Es mi amigo. Tiene los ojos del color de un cielo despejado y la tez cobre y percutida de los sin techo. Apareció un día en mi camino, de repente, para instalarse con su perro y sus bártulos al cobijo de una endeble carpa, en la Costanera Norte, frente al Aeroparque Jorge Newbery.


La Costanera Norte es parte de mi territorio. Lo corro diariamente hace más de veinticinco años. Mis mejores crónicas las he escrito así, en movimiento. Conozco a todos, todos me conocen. Pescadores habitué, vendedores ambulantes de Senegal. Heladeros, cuida coches; los de los puestos de choripán, los que viven en casas rodante, carpas, autos o sobre un colchón. Escasea el nombre propio pero abundan los apodos, porque siempre -siempre- se esboza un saludo. Hola amigo. Hola amiga. ¡Campeón! Maestro. Alguno -vaya uno a saber porqué mal entendido- me dice Hola profe. Pero el ¿Cómo va?, es el más común. Frases rápidas, intercambio corto, sin pretensión de respuesta, porque hay un código tácito que revela que los fondistas no nos detenemos jamás. Ni siquiera ante una caída o una lesión. Existe una vieja reyerta entre el corredor eventual y el corredor de fondo que dice que el primero busca siempre un motivo para parar, mientras que el segundo encuentra siempre una razón para seguir. Yo soy de las segundas. Por eso, desde el día que apareció Miguel, hace siete meses, el intercambio es Hola amigo, Hola amiga. En movimiento. Siempre en movimiento.
Hace un par de meses, al pasar por su lugar, Miguel (del que aún no sabía su nombre), me dijo: “No doy más, amiga, me estoy cagando de hambre”. Yo bajé el ritmo, giré, Fuerza amigo -alenté-, y seguí mi rumbo por un buen tramo con un nudo en la garganta hasta que se interpuso la indiferencia en forma de desata nudos para respirar hondo y seguir corriendo.
Un par de días después de ese hecho, Miguel me interceptaba con una pesca de medio metro que él calculaba de seis o siete kilos. Esta vez me detuve. Lo fotografié feliz exhibiendo la presa, aunque al tiempo se interpuso la indiferencia y eliminé la imagen para recuperar espacio en la memoria del celular.
Hace una semana Miguel (del que aún no sabía su nombre), apareció con la noticia de que se iba en poco tiempo. A San Luis, dijo. A un campo. Con caballos de carrera, dijo. Se lo veía excitado, locuaz. Que apareció un abogado. Que se lo llevaba a San Luis. Que iba a cuidar no sé cuántas hectáreas. Qué bueno. Me alegra, amigo. Qué bueno– intercalé en las pausas, dando saltitos en el lugar, disimulando mi incredulidad o lo raro que resultaba el asunto.
Un par de días después, con el mismo espíritu festivo: Amiga, falta poco, me voy a la mierda, me voy a San Luis. Otra vez entre saltitos: Me alegra, amigo. Qué bueno, pero tené cuidado -arriesgué aún incrédula. Miguel estaba convencido y entusiasmado con que su vida pegaría un vuelco. Yo, presa de la paranoia, temí una desilusión. Imaginé, que se trataba de algún cuento del tío.
El domingo, esta vez opacado de melancolía, insistió: Amiga, el martes a esta hora ya no voy a estar acá. Sin detenerme grité: Mañana paro y te saludo.
Ya todos saben: el lunes (feriado) llovió durante todo el día. Al pasar por su lugar, observé que sus bártulos y su endeble carpa estaban donde siempre aunque Miguel (del que aún no sabía su nombre), no estaba a la vista. Presumí que estaría dentro, guareciéndose, pero no me animé a corroborarlo. Y seguí corriendo.
El martes a esta hora ya no voy a estar acá, me había dicho. ¿Y si no lo volvía a ver? Dormí intranquila. Amanecí el martes sin recordar mi sueño pero con la sensación de que mi intranquilidad tenía su imagen. Si según dijo “el martes a esta hora ya no voy a estar”, era probable que unas horas antes aún estuviera -pensé. En un impulso, alteré el orden del día y salí a correr a una hora que no me es habitual, a un ritmo que tampoco lo era.
Finalmente llegué y me detuve. Sí, me detuve. Ni sus bártulos, ni su carpa estaban donde solían estar. En su lugar había un equipaje. Varias valijas. Un perro y un hombre que tomó el color del cielo para sus ojos. Estaba vestido como jamás lo vi.


—— Estoy listo, amiga. Me voy. –dijo contento de verme.
—— ¿Cómo te llamas? –pregunté quieta, esta vez sin saltar.
—— Miguel
—— Decíme Miguel, ¿cómo viajas hasta San Luis?
—— En un rato me pasan a buscar en una camioneta. Duermo en Lanús y de ahí salimos a la mañana. Voy a tener una camioneta.
—— ¿Estás seguro, Miguel? ¿Y al perro lo podés llevar?
—— Sí, viene conmigo. Sí. Es un ingeniero, abogado… Para empezar, me dan quince mil pesos y una “Pat” y una casa en un campo…
—— ¿No serán narcos, Miguel?
—— Noo…
—— Mirá que a veces ven una persona vulnerable, la tientan con cosas…
——No, el socio está allá y tiene un frigorífico y también voy a poder pescar…
——¿Me dejás sacarte una fotos?

Miguel se deja. Posa, sin soltar la correa del perro. Acomoda su gorra y alza el pulgar.


—— Miguel, si ves algo raro, pegás la vuelta. Yo voy a estar acá, como siempre.


Miguel pone su mejilla. Yo pongo un beso, y retomo el ritmo. Necesito llegar pronto y sentarme a escribir, antes de que se cuele la indiferencia.


APG