El cuerpo y la carne, de José María Brindisi

 

para Fernando, por la carta,

y por el suave vidrio de aquellas botellas.

 

Nos ponemos a recordar algunas cosas. Los dos estamos boca arriba en la alfombra: él fuma y yo no. Temo que cualquier cosa nos lleve a hablar sobre el tema.

Dice: me da igual. Vidrio o arena me da igual. Lo que sea me está matando. Todo el tiempo se come un segundo más.

Dice: ¿qué harías si algún día te pido que me pegues un tiro, o que me empujes de algún lado?

Dejáte de joder, le digo.

No prendo un cigarrillo en toda la noche, mientras que él ya casi termina un paquete. Fuma el doble que el mes pasado.

Nos acordamos de esa gorda a la que le colgábamos las medias en la ventana de la división. Siempre buscábamos algo que tuviera en la mochila para colgárselo por ahí. Una vez apareció en el tubo de luz una bombacha manchada. Hicieron un lío bárbaro. Casi echan a medio mundo. Después no pasó nada.

Nada.

Nos acordamos de Julio, también. La familia preparó la mudanza a Italia durante cinco años. Al mes y medio habían vuelto. La madre de Julio extrañaba y además no sabía nada de italiano. Y hacía frío: la histérica tenía frío.

Me cuenta por décima vez cuando lo agarraron con un porro. La paliza que le dio el viejo. Me hace otra vez la pregunta.

Dejáte de joder.

 

Dejamos que suene un rato la radio. El vientre está por explotarme de tanta cerveza. También hubo algo de vodka o whisky, ya no recuerdo bien.

El viejo Bruce habla de América y nadie entiende. Nadie conoce el sabor de la tierra ni de los dulces días.

Fabio dice que es un forro.

Dice: es un forro, un hijo de puta. Que se la venda a otro.

Me dice que su padre se lo contó porque creyó que era lo mejor. Que no iba a poder ocultárselo. Que creyó que a su edad podía sa­berlo y así lo afrontaría mejor.

Se ríe. Después lo hace con más fuerza, como si quisiera conven­cerme de que todavía puede hacerlo.

Dice: afrontar la muerte; papá es un tipo muy gracioso. Cree que todo tiene un orden, que todo es asimilable, que para todo hay ejemplos y comparaciones.

Dice que no hay un solo momento en la vida que tenga algo que ver con otro.

Dice: me gustaría saber exactamente qué partes se van pudriendo. Evitar que el aire pase por ahí. Quiero saber lo que todavía funciona.

Abro otra cerveza. La tomo de a grandes sorbos. Siento cómo el lí­quido se expande por todo el cuerpo y después rebota hacia la ca­beza.

Ahora suena Sade. Parece que los dos lo disfrutamos. Por primera vez en la noche estamos distendidos y ahora él bebe conmigo. La voz bíblica y la baba de los dioses. Apenas eso.

Dice: Sade me tranquiliza. Parece como si cantara para uno. En el oído.

Creo que estoy en pedo, le digo.

Se ríe.

Estoy en pedo, digo, y también me río.

La luz la apagamos hace mucho.

Podría ser una tarde de marzo. El sol podría entrar y nosotros es­tar escuchando The Police al mango, como en otras épocas. O podría estar mamá cocinando cualquier cosa, preguntándome si Fabio quie­re té o café. Podríamos estar bailando, cuando una cerveza a la tarde nos ponía como locos. O bien podría ser ahora. Tal vez estaríamos jugando al truco con unos amigos, todos nos miraríamos, Fabio por supuesto sabría y yo sabría. O sabrían todos, pero eso qué importa. Pero habría otra cosa, y seguramente en el aire sería marzo y todos nos daríamos cuenta de que cada hora también es un triunfo.

Podríamos estar haciendo algo y no sólo esperando.

Pero Dios hace las cosas bien. Todo es exactamente como tiene que ser, porque así lo creó él. Todo se formó primero en su mente. Como un director que dibuja en forma minuciosa cada plano de su película. Entonces es julio y no marzo. El frío se huele y también se escupe. Entonces estamos en mi casa y yo estoy borracho. Tal vez dentro de un rato también esté loco.

Él está en alguna parte del alambre.

Entonces es julio, y nadie conoce a The Police.

En alguna parte de la ciudad, un tipo lleva un par de horas ha­blando con su cáncer.

El otro está por morirse de algo.

 

Le paso el tubo.

Dice:

—¿Mamá? Sí, bien, bien… Nada —Me pide que le tire un cigarrillo—. Nada. De verdad, no hacíamos nada… —Hace una pausa, el humo le llena el estómago—. De verdad… Buenos sí, escuchábamos música, nada más que eso… Sí, tenés razón: eso es hacer algo… sí. sí… También estábamos por comer… Unas pizzas, no sé. Por ahí co­cinamos, no sé, en realidad no hay muchas ganas… —Ahora se muer­de el labio: después deja los dientes sobre el inferior: alguna cosa que no debió decir—. No… Fiaca, no te preocupes: seguro comemos pizza —Me guiña un ojo. Mi cabeza da algunas vueltas que no desea­ría. No sé cómo él puede hablar así, con esa soltura, después de to­do lo que tomamos. A veces no sé nada más de él—. ¿Llamó? Ah, bueno… Sí, sí… Sí… ¿Qué dijo? —Hace un pequeño jueguito con el encendedor, un tobogán. La parte de abajo hacia arriba. Después al revés, después otra vez aparece el culo—. Sí, la voy a llamar… Ahá… Sí, no te preocupes… ¿Estaba bien?… ¿Cómo?… Digo si estaba bien, si no fingía… —Otra vez el diente sobre el labio—. ¿Papá? No, no pue­do… Decíle que no se enoje, pero no puedo… No, no, decíselo vos… Sí, okey, sí… —El encendedor muestra el culo, la cabeza, el cu­lo—. Me invitó a pescar Pablo. Me quedo a dormir, así ya estoy acá… Sí, así no viajo a la mañana y me cago de frío… Sí, sí, mejor… —Me vuelve a guiñar un ojo: no sé si es el mismo que antes… ¿A pes­car?—. Sí, hace rato que queríamos ir. Pablo no habla de otra cosa; ya tiene la caña en la mano… No, en serio. ¿Nunca te dije? —cara, culo, cara—. Sí, le mando… Sí, le doy un beso de tu parte. No, los padres están en Colonia —culo, cara, culo—. Bueno, sí, bárbaro… Decíle a papá que vamos la semana que viene, casi seguro el domingo —ca­ra, culo, cara… Culo… ¿Cara?—. Sí, estoy bien. Si llama otra vez Lu­ciana dale el teléfono de acá… Bueno, okey… Otro beso mío, y mandále uno a papá.

Cuelga. Me mira. Otro cigarrillo. Después lo deja descolgado.

 

Dejo la cabeza bajo el agua un par de minutos. Después la sacu­do. Saco otra cerveza de la heladera. Voy hasta el piano y la apoyo encima. Toco una nota, otra, dos o tres más al azar. Después muy levemente una melodía de los Doors. Me avergüenzo del error, de la fatalidad con que a veces juega el inconsciente. Entonces entra Ru­bén Blades o algo así. Toco con toda la fuerza y la memoria que me quedan. No basta.

Porque ahora Fabio saca el violín del estuche. Al fin y al cabo es viernes, y los viernes siempre tocamos. Qué otra cosa. Nada más. Es viernes y él está al violín y yo al piano.

Se para junto a mí y dice: Mozart.

Doy un trago de casi medio litro. Un solo trago. Después las ma­nos van en busca de los dioses.

Del pergamino sobre la piedra. De la alquimia y el álgebra. Los signos de la historia. Los sueños del elegido. El grito aislado en la noche. El hombre y su metáfora. El ajedrez viviente. El volcán. El in­mortal besando el polvo, buscando el nombre de su padre. Las siete páginas del libro. La brújula y el mar. La voz de una mujer. La furia y el olvido. La oscuridad y la vigilia. El único instante del suicida. La palabra y el eco.

La muerte y Mozart, su hijo predilecto.

Su voz viene de alguna parte.

Dice: tal vez debería empezar a sentir algo. Tengo miedo hasta de eso.

Lo abrazo y apoyo su cara sobre mi pecho. Está oscuro, así que no logro verlo bien. No quiero saber si llora.

Recuerdo una vez, hace uno o dos años, que nos emborracha­mos hasta que ya no podíamos levantamos. Estábamos sentados en la vereda y casi amanecía. Él dijo que si habíamos resistido eso éra­mos inmortales.

Me pregunta en qué pienso.

En que podríamos ir a pescar, le digo.

Recuerdo las cosas que nos contaba su abuelo, de chicos, para que nos durmiéramos. Nos contaba de la época en que cazaban ba­llenas. Se sacaban fotos encima, parados. Para que la ballena saliera entera, tenían que tomar la foto de muy lejos. Después les causaba gracia no poder distinguir quién era quién.

Dice: quiero aprender a bailar. Quiero comprarme un auto y via­jar a alguna parte.

Recuerdo a un amigo de mi hermano que viajó a Ecuador. Se enamoró de una chica que era mitad india y se la trajo. Se casaron. Un tiempo después ella le dijo que no podía resistir más, y que la estaba ahogando. Se volvió. El amigo de mi hermano decía que es­tuvo una semana tirado en la cama, sin decir una palabra o levantar­se al baño. Decía que nunca se habían escrito, y que al fin y al cabo eso estaba bien: la historia se había cerrado sola, como debía ser.

Decía que tenía dos vidas. La de siempre, y otra que había dura­do casi un año. Que de ninguna forma eran parte de la misma. Dice: quiero escribir un libro. Ningún árbol ni tampoco un hijo. Se ríe como nunca.

Dice que me quiere, que soy su hermano.

Le digo que somos gemelos.

Le digo que somos los anillos de Shazam.

Se ríe como nunca y escupe. La saliva brilla sobre las botellas como si fueran sus propios ojos.

Me abraza aun más fuerte. Se aferra a algo que tal vez no nos pertenece.

Le digo que somos las patas del canguro, aguantando la panza llena de cerveza.

Se ríe como nunca, quizá como nunca más.

Recuerdo la película del robot que va perdiendo las partes hasta que sólo le queda el tronco.

Dice: ahora no tiene importancia. Ninguna importancia. Ahora te lo puedo contar.

Recuerdo a su abuelo que nos venía a tapar porque sabía que es­tábamos despiertos.

Le digo que está bien, que es mi hermano.

Recuerdo que después se quedaba durante horas, inventándonos cualquier cosa.

Dice que hace más de tres años que está loco por Marcela.

Dice que no me preocupe, que no se lo contó a nadie y que va a seguir así.

Le digo que no me preocupo.

Dice que la angustia le estaba comiendo el cerebro.

Le digo que lo quiero, que me abro, que no importa, que qué puedo hacer, que es mi hermano.

Dice que su estómago debe estar lleno de úlceras.

Me abraza fuerte, hasta el lugar más lejano de la memoria. Después le acaricio el pelo durante horas.

Me acuerdo de su abuelo.

Su voz. Pienso en un ciego que camina sobre la llanura y se sien­te igual a todos los hombres.

Pienso en esa mujer que se tiró con su hijo por la ventana. El es­poso cobró el seguro y lo jugó a la ruleta. Ganó. Después de eso compró una casa en la montaña y la empapeló con fotos de su fami­lia.

Me acuerdo de la voz de su abuelo.

No sé si alguna vez vaya a volver a dormir.

José María Brindisi©


3 respuestas to “El cuerpo y la carne, de José María Brindisi”

  1. Ta bueno. Ese límite con lo inhumano y ese amor.

  2. Que bueno leer un texto tan intenso. Gracias

  3. «Me abraza fuerte, hasta el lugar más lejano de la memoria». Es exactamente eso lo que circula por mi cuando leo, y releo, este texto.

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