Justina

Justina era millonaria sin querer. A los trece años había recibido un adelanto de herencia que estuvo bajo custodia hasta una mañana en que la citaron a una escribanía para que un buffet de letrados le comunicara -en ese mismo momento en que cumplía la mayoría de edad- que era titular de una cuenta abultada en el exterior, que tenía participación minoritaria en un Holding de Empresas, y también terrenos y propiedades en la Argentina y en el extranjero, según constaba minuciosamente en el escrito que un hombre adusto leía en voz sobria de monotonía, y que expresaba -según le dijo- la voluntad de su finado padre. Su madre no la había podido acompañar a tal evento: tenía una sesión de introspección y Reiki, impostergable. Sus cuatro hermanos que la duplicaban en edad tampoco fueron de la partida; sólo se ofreció para acompañarla el hijo mayor de uno de ellos, que vendría a ser su sobrino aunque le llevase un par de años y que, además, era abogado recién recibido y su compinche desde que eran niños. En esa sala vetusta en la que estaban, Justina sólo atinó a escuchar al letrado, como quien escucha a un orador aburrido, sin hacer el más mínimo esfuerzo en disimular su manifiesto desinterés. Luego firmó en donde debía firmar y todo terminó en un mero trámite.
Justina era el último resabio de un matrimonio mayor, tradicional y acabado hacía tiempo. Se rumoreaba que ella podría ser el resultado de alguna de las revolcadas que su madre solía tener con ciertos Taxi Boys que la frecuentaban, pero lo cierto es que llevaba el mismo apellido que sus hermanos, tal vez porque su padre habría preferido arrogarse la paternidad antes que asumir la deshonra y el escarnio ante sus pares de clase. Como fuere, ella tenía tantos nombres y apellidos que en su partida de nacimiento hubo que comprimir la caligrafía para que cupiesen todos. Creía, incluso, que había heredado algún título nobiliario sobre el que ella prefería no indagar para que la llamasen simplemente Justina, pronunciado con “ye”, y no Baronesa, como a su madre, o Vizconde, como solían ostentar sus hermanos. Casi no tenía trato con su madre, ahora que tenía veintitrés, ni tampoco recordaba que hubiese sido fluido, de pequeña. Justina era una corporización de la libertad y la individualidad. Era el resultado genético flagrante de sus padres. Pero ambos, a la vez, representaban todo lo que ella había decidido rechazar en la vida: el linaje.

De su padre, era poco lo que recordaba; se trataba, más bien, de una transferencia de la memoria ajena. Que a los cincuenta y cinco, cuando ella tenía apenas tres, se había mudado a un pent house de la Fifth Ave, sobre el Central Park, junto a un diseñador top que conoció cuando éste vestía a su (ex)mujer. Que a los pocos años de esa convivencia ya había contraído el SIDA y que fue por eso que decidió anticipar su herencia tal vez para expiar la culpa de que siempre daba su palabra por todo aquello que era incapaz de cumplir. Siempre, rápidamente, toda esperanza quedaba sepultada para Justine bajo el oropel de las promesas. Como el día -recordó ella y también yo recuerdo- que su padre tuvo el mal gusto, no sólo de estar ausente para su treceavo cumpleaños, sino que además tuvo el tupé de morirse justo ese mismo día: fue descubierto sentado, solo, sin vida, en un banco del Central Park, frente a la gruta del chimpancé sabio. Parece ser que, al sentarse una niña a su lado, su cuerpo inerte se deslizó sobre ella. Pesaba apenas ciento veinte libras -se había echado a correr la voz.

En cuanto a su madre, Justina siempre la vio como una mujer bohemia, distinguida, elástica y vieja. Andaba siempre vestida con un Sari: un largo lienzo de seda ligero que se enrollaba alrededor de su estilizada figura, que era el atuendo tradicional de las mujeres en la India. Se paseaba descalza dejando al descubierto sus pies de porcelana bajo un hálito de sahumerios. Bebía absenta, bailaba melodías de Oriente, meditaba hacia el Este, no comía carne, fumaba narguile, y llevaba el pelo azabache liso larguísimo y suelto a excepción de la cena anual de beneficencia o en ciertos coctels en las embajadas o en las vernissages, para los que solía peinarse con un recogido tipo chignon. Pasaba más tiempo de viaje por Montecarlo, Nueva Delhi, Tánger o Estambul, que con ella -su propia hija- en su casa en el Palacio Estrugamou. Tenía un grueso álbum de fotos posando junto a Príncipes y Reyes Europeos, y no había día en que no le dijera que la amaba. Pero para Justina, se trataba de una mera formalidad, que a ella misma la hacía dudar de si sentía o no, amor por su madre. Como fuese, Justina era fuerte y estaba haciendo su propio camino. Ya había recibido la educación de rigor y, por su cuenta, había terminado sus estudios de cine aquí y allá. También había dado sus primeros pasos “participando” en el rodaje de un par de largos, como pasante; dirigió y guionó varios cortos, y por estos días -supongo- debe andar por alguna locación nórdica filmando un Documental sobre los orígenes de la cultura mesolítica Fosna-Hensbacka, junto a un Director consagrado con quien mantiene un affaire de cornisa, frenético y alocado, según me confesó la semana pasada antes de viajar. […]

 

APG


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