Magie, de Juan José Manauta

 

 

Salí del subte y me topé con la baraúnda de la calle Brasil. En un ámbito perdido o un poco esfumado de trenes y silbidos, una mujer me colocó deportivamente en la solapa la insignia del Patronato de Leprosos. Yo no tenía nada que hacer, pero aunque lo intenté, no conseguí pensar en los leprosos, ni aún mirando a la mujer y a su alcancía. Metí la mano en el bolsillo, salió un peso y se lo di.

Tenía hambre. Compré una manzana colorada en las escalinatas de la estación, la lustré y me puse a comer cuando el hombre anunció la prueba con el naipe; caminé dos pasos hacia él y me ubiqué en la segunda fila de los que lo escuchaban.

 

¬ Señoras y señores, he aquí un naipe. Un naipe como el que usted, señor, o usted, señorita, tienen en su casa. Un naipe común, véanlo, un naipe con cuarenta barajas:

«Respetable público: cualquiera de los presentes puede jugar al truco, al chinchón o al siete y medio con este naipe, pero yo, que a título de reclame, y por esta única vez, ofrezco en la vía pública un extraordinario artículo de los grandes laboratorios Sophia, y lo ofrezco no al ciento por ciento, desde luego, ni al ochenta, ni al sesenta, ni al cincuenta, sino que, fíjense bien, al treinta por ciento de su precio en los comercios del ramo, yo, como les decía, procuraré entretenerlos con un nuevo juego, extraño y maravilloso, con un juego que aprendí, durante mis viajes por la India, en la escuela de faquires de la ciudad de Maisur, la ciudad de la magia, de la magia, señores, que en el rostro de esta niña rubia, por ejemplo, es un encanto, un hechizo o atractivo que nos deleita y suspende.»

«Vean ustedes: aquí tengo el caballo de espadas. ¿No es el caballo de espadas? Bien. Dejo el mazo sobre esta mesa. ¿Lo ven ustedes? La magia, señores, requiere su tiempo. El caballo de espadas queda debajo, en la boca del naipe. Esto, como ven, no tiene trampa. El naipe está ahí; nadie lo tocará mientras yo les venda, al irrisorio precio de noventa y cinco centavos moneda nacional, este maravilloso envoltorio que contiene pastillas para la tos, fabricadas por los famosos laboratorios Sophia. Las pastillas Sanatós están compuestas sobre la base de ese purísimo elemento que se denomina eucaliptol de destilación. Oigan bien: de des-ti-la-ción. ¡No la esencia de eucaliptus, no el eucapitol rectificado,  d e s t i l a d o  en los modernísimos alambiques de los laboratorios Sophia…!

 

¬ ¿Y el juego? -dijo la «niña rubia» que estaba parada juto a mí-.

¬ Oh el juego -declamó el hombre-, el juego. La vida, señorita, es un juego perpetuo. Usted y yo y esta serpiente que me acompaña, todo, todos, somos producto del GRAN JUEGO, del gran juego universal, de cuyas reglas, impartidas por el ALTÍSIMO, nosotros los mortales, apenas hemos logrado atisbar algún rasgo. Pero ¿y lo demás? ¿Esa zona de misterio que los hombres no han hollado?… Todo es un juego, señorita. Ya vendrá, también, mi juego. Mientras tanto, llévese este paquete, llévelo. ¡ATENCIÓN, ATENCIÓN! A títula de propaganda, y acaso para finalizar después mis ventas de esta tarde, entregaré sin cargo alguno a esta señorita, a esta hermosa muchachita rubia, un paquete de Sanatós. Ella irá a su casa. Y puede ser que su hermanito tenga tos. ¿Y por qué no? Todos los hermanitos tienen tos. Bueno. ¿A qué preocuparse? Bastará con que se le administre una pastilla cada cuatro horas (de acuerdo con las instrucciones impresas que acompañan cada paquete), y de la tos se sabrá tanto como de los antiguos dioses desaparecidos…

 

¬ Sí, pero yo quisiera ver el juego -dijo la muchacha-.

 

Creo que me impacienté algo por su insistencia. Pero al hombre pareció no molestarle; al contrario, sonrió como estimulado por la interrupción. Además, ante lo insólito del diálogo, nuevos marchantes se sumaron a la rueda de curiosos.

 

¬ Vaya señorita, vaya a su casa -dijo el hombre con estudiada benevolencia-; su hermanito está tosiendo. ¿Sabe usted las consecuencias que pueden sobrevenir a una tos rebelde como ésa? Vaya y déle a su hermanito una pastilla para que la tos desaparezca. Señorita…

¬ Sin embargo antes me gustaría ver el juego.

¬ Señorita -dijo con sonrisa triunfal-, su mamá está preocupada por su tardanza, y espera que usted le lleve pastillas Sanatós (famosas en el mundo entero). Vaya, déle su primera pastilla y verá lo que nunca ha visto. Verá la calma. La viva imagen de la calma. Su hermano reirá y todos serán felices. Señor, ¿un paquete?

¬ No -contesté- yo no tengo hermanitos.

 

El hombre, como si con ello hubiera obtenido un propósito, se separó de nosotros y siguió ofreciendo y vendiendo, ahora con rotunda eficacia, sus pastillas, mientras la muchacha, la niña rubia, sonreía a mi lado y me miraba con cierto descaro o impaciencia. Después, ya más serena, dijo:

 

¬ ¿No cree usted, realmente, que ese hombre haya estado en la India?

¬ ¿Por qué no? -dije-. Cualquiera puede haber estado en la India o en otra parte del mundo, y después estar en Buenos Aires vendiendo pastillas para la tos o cualquier otra bagatela semejante. A propósito: ¿su hermanito?…

 

La muchacha lanzó una carcajada.

Nos abrimos paso por entre la gente risueña que se había amontonado detrás de nosotros dos. Yo continuaba comiendo mi manzana y la muchacha caminaba junto a mí, y así llegamos a la entrada de la estación. La muchacha dijo:

 

¬ Yo debería tomar un tren ahora mismo.

 

Pero en ese momento un canillita trataba de vendernos sus revistas y yo metí la mano en el bolsilo mecánicamente, y al mismo tiempo se me ocurrió, por primera vez, mirar a la muchacha a la cara. Ambos nos reímos.

 

¬ Este es un buen lugar para vender -dije-. La gente que viaja o que se acerca a una estación tiene tendencia a comprar cualquier cosa. ¿No es así?

¬ Ya he perdido mi tren -dijo la muchacha sonriendo-.

¬ Tomemos un café, entonces.

¬ El hombre del naipe -dijo ella- sabe vender porque tiene imaginación. ¿Cómo sería el juego?

¬ En una estación -dije-, en una estación ferroviaria como  ésta, no hace falta tener imaginación para vender. Diría que ellos, los vendedores, especulan con la imaginación de la gente.

¬ ¿Pero entonces -preguntó- y ese viaje por la India, y esa inverosímil escuela de faquires, y…?

Y yo:

¬ Precisamente, se trata de nuestra imaginación, de la suya, de la mía, de la de todos los que lo rodeaban. Todo eso lo pudo haber aprendido antes. Hasta me pareció satisfecho de que usted lo interrumpiera.

¬ Es una historia -dijo-.

¬ Ha perdido su tren ¿Tomamos un café?

 

Teníamos que hablar fuerte porque el canillita, estimulado por mi mano en el bolsillo, gritaba cada vez más fuerte el nombre de sus revistas, y nosotros estábamos parados en la puerta principal de la estación como sin objeto, sin entrar ni salir, conversando simplemente.

Huímos. Cruzamos la calle sorteando ómnibus, tranvías y automóviles, atravesamos la plaza al sesgo y nos metimos en un café que ella parecía conocer, como si nos refugiáramos, no de la gente, ni de los vendedores, ni de sus gritos, sino de una lluvia repentina y violenta o de algo más molesto aún.

Yo dije algo para provocar su risa.

 

¬ De modo que no es cierto lo de su hermanito…

 

No rió, sin embargo, esta vez.

Tenía algo de ese aire varonilmente femenino e ingenuo de las hijas de alemanes. No entendí su apellido, pero sí que la llamaban Magie en su casa. Pronunciaba las d ligeramente duras como si fueran t.

Yo me sentía animado, contento y satisfecho con la manzana que me había comido, y pensé que nada me vendría mejor que un café en compañia de Magie, pero de pronto no supe qué decir y ella volvió a sonreir; vino el mozo y ambos pedimos café.

 

¬ Bien -dijo Magie-, tenemos media hora.

¬ No me quejo. El hombre de las pastillas fue y vino de la India en un minuto, pasó por la escuela de faquires, y aprendió un juego nuevo y misterioso. ¿Dónde no podremos ir nosotros en media hora?

¬ Usted -me dijo- sería un buen vendedor.

¬ Después de haber comido una manzana, tal vez -contesté-, y esperando tomar un café en compañía de una muchacha llamada Magie -ella interrumpió con su sonrisa-…, y otra cosa: cerca de una estación.

 

Magie sonreía con facilidad, casi sin motivo, como respondiendo vaya a saber a qué estímulos interiores; además, cuando le hablaba, movía la cabeza de una manera inteligente, tal como si entendiera las cosas en el sentido que yo se las decía. Tuve a su lado la sensación, esa conocida sensación de calidez y bienestar que surge de pensar en la gran ciudad que nos rodea, pero en un instante de fecunda intimidad, de confianza y comprensión. Esos instantes en que a uno no le importa sumergirse en el abigarrado universo de la ciudad, porque se encuentra a salvo de la angustia y soledad que ese universo induce. Como si dijese:

«Magie está ahí, frente a mí, bebemos juntos café y hablamos de cosas sencillas y comprensibles mientras alrededor, abajo y arriba de nosotros, la gente compra, vende, transita, piensa, trabaja, come, engaña, juega, muere…»

 

¬ Los vendedores callejeros -dije-, me hacen pensar en los penitentes y mendigos de la antigüedad que se estacionaban a la puerta de los templos; en los derviches hindúes o en los «hombres de Dios», esos rusos barbudos que aparecen en las novelas de Tolstoy.

¬ ¿De la antigüedad? -preguntó, creo que distraídamente-.

 

Su fácil presencia parecía excusar a Magie de respuestas obligatoriamente adecuadas, por mucho que esa calidez y ese confort que experimentaba a su lado me sugiriera como de su pertenencia a una especie de pulcritud no aprendida o de cordialidad sin excesos ni freno. 

 

¬ De la antigüedad, sí -dije-, entonces, no había estaciones ferroviarias.

 

Nada significaban mis palabras. Bien lo sabía. Pero la ciudad, tras las vidrieras del café, nos susurraba un mensaje que nosotros recibíamos o que habíamos traído desde la calle y que cada uno mostraba sosegadamente, como el distintivo de una hermandad.

 

¬ Magie -dije-, ahora que lo pienso, su nombre significa magia, ¿no es cierto? ¿Recuerda lo que dijo el fulano del naipe? «Encanto, hechizo o atractivo con que una cosa nos deleita y suspende.» Lindo ¿no? Creo que está en el diccionario.

Por segunda vez Magie se puso seria o no sonrió ante una de mis «agudezas».

 

¬ Tengo que regresar -dijo- o tomar el tren dentro de veinte minutos. Prefiero tomar el tren.

 

Al principio me pareció no entenderle, pero enseguida, como de un eco interior, volví a escuchar sus palabras, y nada pregunté. Nada quería indagar. Me bastaba con su presencia frente a mí, con su cara y sus ademanes inteligentes y con su cabellera de un rubio añejo, prieto, adorable. Enguantó sus manos y puso sobre la mesa, entre ambos, el pequeño bolso donde había guardado el paquete de pastillas de eucaliptol.

 

¬ Son las cinco en punto -dijo-, ya no es necesario que regrese. Tomaré el tren.

¬ En cuanto a los mendigos -insistí-, todavía existen, claro está, pero algunos han evolucionado, porque tal vez no sea negocio pedir por pedir. No me negará que sería divertido y extraordinario verlo trabajar al fulano del naipe en algo útil, trabajar de verdad, quiero decir. ¿Se lo imagina usted, por ejemplo, periodista como yo, o… (no sé en qué trabaja usted, Magie) levantando paredes, echando carbón en una caldera o manejando una locomotora?

¬ ¿Usted cree -respondió- que ese hombre no podría desempeñar uno de esos oficios?

¬ Creo que no. Tiene demasiada facilidad de palabra.

 

Magie volvió a sonreír.

 

¬ Por eso mismo -dijo-, ese trabajo con el naipe, la serpiente y las pastillas de eucaliptol puede ser un oficio o haberse transformado en un oficio.

¬ Tal como si la mendicidad se hubiera industrializado. Puede ser. De cualquier manera toda esa historia del naipe y la serpiente no sé por qué me parece un poco humillante, y además hace falta pedir, y hablar y hablar, rogar casi. Vaya oficio.

¬ Es horrible -dijo Magie y se puso de pie-.

 

Yo no hubiera querido mirarla en ese instante.

No diré que su cara, ligeramente punteada de pecas, cambió, ni que hizo gesto alguno, pero quizá -la había conocido una hora antes- desapareció una luz que anteriormente había creído advertir en sus ojos claros, y la opacidad sobreviviente desquició todo el equilibrio de su encanto.

 

¬ Tenemos tiempo -le dije-. Aún le quedan trece minutos exactamente. Más de tres minutos no necesita para llegar al andén. Supongo que tiene abono.

¬ No, no -dijo, pero volvió a sentarse, esta vez sobre el borde de la silla, en actitud de vago desafío-.

¬ Estábamos tan bien aquí -dije-, hablando de mendigos y charlatanes (la luz de sus ojos pareció abandonarla y abandonarme), que lamento su apuro.

¬ En serio -dijo Magie-; tengo prisa.

¬ Bueno, para terminar -dije, tranquilo aún-, evidentemente hay que reunir ciertas condiciones, casi le diría que se precisa cierta vocación, no exenta de caradurismo, para improvisar una tribuna como la del hombre del naipe y ponerse a vender pastillas de eucaliptol que maldito sea si curan la tos.

¬ Este es el paquete que me regaló -dijo-. Llévelo y pruebe.

 

Yo no esperaba que ella recuperara su estado anterior, pero aún sin considerar el apuro por el tren, traté de explicarme su nerviosidad. Me sentí culpable:

«Estás poniéndote pesado -dije-. La muchacha ya debe estar cansada de tu `ingenio´, cansada de haber andado quién sabe desde qué hora por la ciudad, y tiene ganas de subir al coche, ponerse a leer o tejer o simplemente no hacer nada y a esperar sólo el momento de llegar a Témperley, darse un baño y tomar el té con su mamá»

Recogí el vuelto, apoyé ambas manos sobre la mesa y con un gesto la invité a que nos marcháramos. Ella no se paró. No se paró y se quedó petrificada en la silla, pero sin alarma, sólo quieta, lastimera, mirando hacia la puerta. Me di vuelta. El hombre del naipe estaba allí…

Se acercó paso a paso hacia nosotros. Al caminar, no era el hombre audaz y brillante que habíamos escuchado hacía un rato. Vestía un gabán gris, raído y viejo, quizá sucio. Parecía encorvado y arrastraba los pies. Su cara era como el gabán. Se detuvo junto a nuestra mesa y apoyó en el suelo una valija de madera que pesaba la mar a juzgar por su gesto, y donde sin duda estaba la víbora, el naipe, las pastilas de eucaliptol y la mesita plegable. Toda su magia. Nos miró a ambos con gesto sombrío y humilde, como de perro herido, gemebundo.

 

¬ Vamos, hija -dijo mirando a Magie-, vamos, tomemos el de las cinco y veinte…

 

Juan José Manauta

 


2 respuestas to “Magie, de Juan José Manauta”

  1. Muchas Gracias, Andrea.

    J.J.M.

  2. hermoso

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